Por: Jaime Moreno
Está bien, lo acepto: el mes pasado debía colaborar en esta sección y no lo hice. Sin embargo, ahora que traemos a colación el tema de los muertos, desaparecidos y demás ¿por qué no combinar la temática infantil del mes anterior con este noviembre tan fantasmagórico? Les cuento entonces esta anécdota para que tomen sus precauciones cuando visiten un convento. Hace muchos años, cuando era muy niño, mis padres fueron contratados para dar una capacitación a los seminaristas de la parroquia de un pueblo remoto. Bueno, como por lógica no dejas a tu niño pequeño sólo en casa durante tres días, allá iba yo por las carreteras montañosas del país rumbo a la ortográficamente inculta morada de Dios. Llegamos y todo era normal: unos diez seminaristas, dos padres, una parroquia y un pueblo. Fuimos asignados a una de las habitaciones de huéspedes y de inmediato comenzó el trabajo. Yo, mientras tanto, me dedicaba a jugar en el patio o a observar el movimiento del lugar. Sin embargo, por la tarde del primer día, el padre responsable dijo que me tenía una sorpresa: había conseguido que le prestaran una video grabadora y unos vídeos de la Casa voladora. Pinche suerte la mía. Me llevaron a una estructura que parecía gallinero y ahí, casi al final, estaba el televisor con el capítulo de la caricatura ya en movimiento. Debieron decirme que te diviertas o algo así; yo, ingenuo como todo niño, me senté cómodamente a disfrutar de las imágenes. Me dejaron solo y no tuve inconveniente. Bastó sólo un instante para que mi euforia se convirtiera en desesperación: a sólo unos metros de mí, al final del pasillo, estaban apiladas todas las imágenes en restauración. ¿Quieren ejemplos? Bueno, destacan en mente el crucifijo sin brazos, el nazareno sin manos y un sin fin de imágenes varias con algún tipo de mutilación menor. Aunque lo que de verdad llevo clavado en la memoria es la Virgen sin ojos (imponente, soberbia) que coronaba la escena. Reconozco que intenté pasar por alto el panorama y ver mi caricatura, pero no podía concentrarme y sudaba mucho. Al final salí corriendo a no sé dónde; cualquier lugar era mejor que aquel bosque de siluetas monstruosas. Creo que a todos les valió mi salud mental y tuve que soportar otros tantos días la misma situación. Seguramente, el día que nos fuimos tenía tal cara de zombi que el sacerdote que me había conseguido los vídeos me regaló unos juguetes que tenía guardados como un tesoro más de la colección de la iglesia. Todo en vano: el daño, el trauma, ya estaba hecho. Desde entonces le temo a la Casa voladora y a los pasillos muy oscuros.
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