Por: Julio Serrano
Muchos de los que leemos estas palabras fuimos niños en algún lugar de los ochenta. En mi cabeza esta década es un esfuerzo por recordar las tardes frente a la tele, los primeros años del colegio y un viaje a Disney. La imagen de mi mamá viendo amor en silencio y de mi hermano mayor imitando a Bruce Dikinson, puras instantáneas. El ocho y el cero con algún tipo de letra regordete y dorado, con un paisaje en colores pastel de fondo y todo sobre una espantosa camiseta blanca medio rala y bastante floja, los ochenta con su inquisición estética, con sus novedosos e inaguantables sintetizadores, los ochenta en la pantalla, plenos de infancia.
No existe niño que tenga las manos vacías, cualquier cosa que ocupe sus dedos podrá transformarse en una nave, un carro o un caballo. A partir de lo anterior podemos arriesgarnos a hacer dos divisiones esenciales del juguete, los que de plano y los que ni modo. Los que de plano se compraban, se viajaba cuatro horas de tu casa a la capital, o solo cuarenta minutos, pero salías, ibas allá, a la sexta avenida entre décima y novena, a ese lugar que ahora es una mancha de humo, a la vitrina que ya no se mira, al lugar de las máscaras: La juguetería. Entrabas y siempre había una ración de plástico y metal que llenaba tus manos. Después apareció El juguetón, pero esos son otros cinco pesos.
Jugar porque de plano
El juguete más elemental de los que de plano, el lego, el trocito, el cubito rojo que aparecía tirado en la cocina, el que se te iba entre el baño o en el mejor de los casos en el sofá. Los carros que de plano los Matchbox y los Hotweels, los Tonka (todavía de metal) y las pistas Tyco, y por supuesto los Micromachines y sus cosméticos de aceite. Lo muñecos de jimán, las barbies, los pitufos de hule que algunos coleccionaban, la pelambrera de los trolls, las tortugas ninja, los robots, los rambos. Pero entre los que de plano hay que hacer un espacio especial, es para los juguetes de McDonalds, el más antiguo que conservo es una patrulla con una hamburguesa policía manejando, que por alguna brillante idea de algún creativo macdófilo, expulsaron al policía del imaginario y sólo dejaron al robaburguesas. Macpapitas que se intercambiaban de ropa y sombrero, tres o cuatro versiones de los Muppets (de peluche, de hule, de plástico, sentados, parados o en bicicletas), robots que se convertían en helados o papas fritas, el inspector Gadjet, la película de temporada, o el señor cara de papa. En la caja de los juguetes que de plano no faltan ni los que se compraban en Mac, ni los que venían en las cajas de CornFlakes, como los animales que se metían chiquitos a la pila y salían convertidos en una tremenda plasta de hule.
Una de las principales ramas de los que de plano son los videojuegos. Jugué la última generación de Atari, 7800 era la serie, controles de dos botones, mejor resolución de imagen (¡Oh imagen, valiosa y placentera imagen!), evidentemente éste era posterior al legendario Atari 2800. Pero la humanidad se partió en dos en la década de los ochenta, sí, antes y después del Nintendo, antes y después de Mario. Recuerdo que le regalaron a mi primo, en su cumpleaños número seis, un Nintendo, 8 bits, dos botones rojos y dos peuqueños grises. Mario Bros apareció en nuestras vidas y aceptamos a los videojuegos en nuestro corazón. Me encantaba visitar a mi primo para jugar frente a la tele, muy cerca de ella, sentir que era parte de lo que pasaba dentro del aparato, dentro de ese nuevo cajón de juguetes. Horas frente a la pantalla, pasando mundos y castillos, comiendo hongos para hacerse grande y rescatando princesas; placer superior era dispararle a los patos de Duck Hunt, las manos, mis manos, manipulaban por primera vez la imagen en la pantalla. Luego nuevos juegos, secretos en las pantallas, trucos, mejores armas, inevitable la evolución, ansiada.
Nunca faltaron los policías del Nintendo: que te volvías tonto, que te quedabas ciego, que convulsiones epilépticas, que el diablo (recuerdo que hasta de los pitufos dijeron que eran satánicos), pero no fue suficiente. A inicios de los noventa nos llegó con evidente retraso el Game Boy y Super Nintendo. Era realmente alucinante jugar básquet en la NBA y reventar tableros con Jordan o con Shaquille, poder ser campeón mundial con la selección de Atescatempa en el FIFA 9X y por supuesto dejar ensartado a tu contrincante en un techo lleno de púas en Mortal Kombat (se creó la leyenda de que había una clave para poder ver desnudas a las peleadoras, Meelena, Sonya Blade, Kitana; obviamente pura fantasía, pero útil, muy útil).
Paralela a las consolas (Que además el Sega y el Segasaturn —ni mencionar el largo listado de las actuales—) estaba la computadora. Los primeros juegos para compu no eran mejores que los de Nintendo: Prehistoric, Prince of Persia, King comander (que se corrían desde DOS), luego Windows 3.11 y el vislumbrante Windows 95, para algunos de nosotros el tiempo no ha cambiado tanto como las versiones de Windows (que siguen siendo una mierda). La evolución fue sorprendente, de jugar Asteroids, Pac-Man o Invaders a dispararle a los enemigos en Wolfenstein o Duke nukem o a ser un espía encubierto de la Segunda guerra mundial. Ya no bastaron algunas tardes frente a la tele, fueron necesarias semanas frente a la compu para ver el cinema del final.
Ser el protagonista de tu propio cuento, de tu guerra, de tu ciudad. Los videojuegos nos han permitido vivir en carne propia, a través de un monitor, cualquier tipo de historias, las que uno quiera, las que uno escoja.
Jugar porque ni modo
Ahora bien, no siempre le compraban a uno juguetes, ni siempre quería uno usar los que tenía, he ahí el origen de los que ni modo. Los que ni modo se hacen, hasta la fecha, con cajas de cartón, con cerchas, con rollos de papel higiénico, con piedras, tierra y agua. Todos más de alguna vez tratamos de meternos a una caja a ser nosotros el juguete.
Los videojuegos tienen su propia versión de los que ni modo: las maquinitas. En nuestros más arriesgados recuerdos está el pasarse horas en un lugar ruidoso y marcado con el seductor símbolo del vicio, introduciendo monedas en unos armatostes de madera con una tremenda pantalla y un tablero con una palanca (normalmente roja) y varios redonditos botones. Quizás el más clásico de los juegos de maquinita sea el del avioncito que bombardeaba la tierra, un juego a 2D con vista aérea en que el que se gastaban buenos gabetazos, F-Zero si la memoria no me engaña. El que hacía sencillo los billetes, el que cuidaba la puerta, el chavito flaco y medio maliado que con una sola choca pasaba tres horas jugando, que en los de pelea siempre ganaba, y que a mucha honra alguna vez fuiste vos. Las maquinitas, eran el paraíso de la más colorida y radical transgresión de la infancia, ir a escondidas de tus padres a gastarte su dinero.
Los que ni modo todavía los usamos, en los buses, en las salas de espera de las clínicas dentales, en las colas de los bancos y en las aulas. Por ahí se le ve a alguien mariposeándose un moco, somatando el lapicero en el escritorio o haciendo los más torpes y desconocidos origamis con la factura del café. De la infancia nos sobrevive la creatividad del juego, pues, como dice Calamaro, “vivir es jugar y yo quiero seguir jugando”.