viernes, 25 de abril de 2008

Abajo del sofá


Por Carmen Lucía Alvarado


La literatura se metió conmigo antes de poder entender qué eran las letras, la literatura se metió conmigo cuando me di cuenta de que no todos los mundos en que habito son reales. (Una tarde cualquiera salgo a la puerta de mi casa, dueña de mis tres años, a despedir a mi papá que va caminando hacia el trabajo, esta vez no cruzó la esquina, sino se fue haciendo pequeñito hasta esconderse entre los adoquines. La pelota roja con la que jugaba se fue abajo del sofá de la sala y descubrí gradas y otra casa y mas gente…)
No podía leer pero los otros mundos se me revelaron de una manera determinante. Las fotos de un diccionario Larousse, la enciclopedia Salvat, con pinturas del Bosco y fotos de aborígenes del Amazonas, el mundo se presenta tal cual es pero la imaginación no solo repite escenas, sino recrea, re-dibuja, vuelve a nombrar, somos el dios de nuestro mundo.
Luego llegarían las letras y la capacidad de ver rostros no vistos antes, de oír voces desconocidas, de sentir de una cantidad de formas lo que muchos pueden sentir; tantas formas de existir, con las letras ya no fue solo ver páginas, esa era la entrada precisa para vivir, esa forma que amortigua la realidad de una forma asombrosa, posándose adecuadamente, la literatura me enseño a divagar en los objetos y encontrarlos como puertas, me enseñó a no estar acá, a utilizar este mundo como mera referencia física, una muestra de lo que se puede llevar uno a la expedición del inconciente que repentinamente toma formas, hablan, se mueven, se piensan…tienen todo, ¿qué es eso sino existir? Los libros son la evidencia del paralelismo de nuestra existencia con otras existencias..La voz del Principito diciendo “por favor dibújame un cordero” seguramente será una de las cosas que recordaré con claridad en el momento antes de morir, Phileas Fogg y Paspartú encima de un elefante en la India, el Andasolo entre la selva del Petén, la despedida de la Maga y de Oliveira, Lázaro sintiéndose como un vómito de la existencia, la claridad de las palabras de Pessoa, el enredo maravilloso de Mallarmé, el petirrojo del jardín de Dickinson mientras espera la muerte, la angustia de Susan entre las olas de Woolf, Tom Joad cruzando los campos de algodón; estos no son recuerdos míos, son las puertas, son los otros en que me convierto, son otros ojos viendo el mundo, la literatura es esa forma increíble en que uno se atraviesa a sí mismo para dejar tras el paso de las páginas ni el más mínimo recuerdo de quiénes somos. Terminamos siendo una voz que nos dicta otras formas de respirar, otras formas de caminar.

lunes, 21 de abril de 2008

Los horrores de un amigo poeta


Por Carlos Meza

“Soy poeta. Eso es lo que me hace interesante.”
Maïakovski

Su rostro apareció de golpe.
Él es un poeta perdido. Perdido en cualquier ciudad, en cualquier parte del mundo. Me saludó como si yo fuera un desconocido y noté que aún divagaba su pensamiento. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, terribles. Emprendimos camino a ningún lado. Con su voz de flauta dijo que lleva días tratando de escribir una página decente y no ha podido. Yo no pude esconder mi expresión de sorpresa ante tal inicio de conversación. Descansa, le dije. No puedo, respondió, bajando la mirada. Pasamos otro tiempo sin hablar. Sentí que la tarde se consumía con tristeza hacia un vasto letargo. En este país todos pretendemos ser escritores, o poetas, dije para romper el hielo. O creemos que ya somos poetas, dijo él, rescatando fragmentos en el aire. Ya nadie escribe como Virginia, para espantar a la locura y la muerte, o sentir la gloria de Baudelaire de no ser comprendidos, agregó con una sonrisa. O perderse en la locura como Hölderlin, o la muerte como Novalis, le regresé la sonrisa con una frase tonta. Hace poco que no hablaba con un poeta sobre la literatura, te pone los pelos de punta. Parecen venidos del espacio exterior o fabricados para la melancolía y lucidez más extraña en el planeta. Terminan trasformándose en un personaje para ellos mismos. Lo peligroso es cuando te sientes espectador de esa teatralidad y no sabes escapar. La literatura puede ser así para el escritor, un horror. Ellos caminan con su verdugo literario que les da sentido a su propia existencia.
Luego de un instante dijo que después de Flaubert la literatura es una prisión. Una bandada de pájaros iba a coro volando por los árboles. ¿Cómo así?, pregunté aunque sí sabía a qué se refería. Sí, tratando de resolver mi duda, no recuerdo bien quién dijo esto, pero el escritor, el prisionero, hace su oficio en su propia celda. Un callejón sin salida, mencioné tímidamente. El sol poco a poco extinguía a la tarde. Ahora, dime quién te parece más interesante, ¿el poeta o el filósofo?, preguntó. Al filósofo le interesa interpretar las ideas, pero el poeta le da vida a esas ideas, recrea al mundo, dije con aseveración. Tienes razón, me dijo, el poeta transforma al mundo. Definitivamente que el poeta, dijimos los dos al unísono. Responde esto, ¿quién fue primero, el poeta o el filósofo? Observé que solo rió levemente.
El sol desapareció.
El cielo se transformó en una inmensa cueva. ¿Sabes qué?, dijo él, cuando en verdad creo sentirme poeta, sé que soy la persona menos interesante. Ya lo creo, dije sin importancia alguna.

miércoles, 16 de abril de 2008

Entre puertas y espejos


Por Diana Vásquez

El camino hacia la literatura es extraño, difuso, confuso y alienado. Es una secuencia de pasillos y habitaciones olvidadas. Y nos movemos con pasos lentos, a sabiendas que es algo prohibido, exigente y, al fin, necesario. Sumergirse en un libro es cruzar con Alicia al otro lado, ese lado perturbado para el mundo, y el único lógico para un lector necesitado de otra realidad -ya sea concebida con mentiras que formulan verdades (fantasía) o viceversa como casi todo-.

Con un libro aprendí que un caballero puede enamorarse de una prostituta; con otro comprendí que el amor esquemático, que nos imponen desde pequeños, se rompe con simplezas o agonías, y que encima existen mil formas de amar. Uno me contó historias de guerras absurdas, de las que se conoce la versión inexacta de “los que ganaron”. Muchos me mostraron vidas de niños perdidos, ajenos a su mundo, como yo. Otros me sorprendieron con que la idea de Dios es tan falsa como la idea de hombre. Otros me botaron la fe; otros la recogieron y la volvieron un rompecabezas más creíble. Muchos me desenmascararon ideas exóticas de esoterismos e ideologías de locos, asesinos, suicidas o simples trastornados que son mucho más seductoras. Otros me recuerdan quién soy o quién quiero ser, al presentarme una cantidad de espejos impresionante, donde en cada uno hay un rasgo humano que comparto o que me imagino. Otros me describieron la muerte, antes que nos presentaran (muchos de ellos tenían razón).

Últimamente encontré un personaje que me revuelve la cabeza. Su nombre es Sara y afirma que los libros son como puertas. Hay mil puertas y cada puerta tiene mil letras, pues los libros vienen a ser universos que se multiplican con cada picaporte que se abre. Y al mismo tiempo me aseguraba que los libros, que cada lector posee, forman una “biblioteca de espejos”.

Para no seguir parafraseando, quiero añadir este fragmento que me parece que yo no lo hubiera escrito mejor.

“Se llega a un punto donde solo existen dos clases de personas: las que leen y las que no, y no es que haga una separación, pero con el tiempo te alejas de las segundas. No es discriminación, solo que estas segundas-personas no tienen nada que decirte, porque has aprendido a leerlas… no hace falta ortografía ni gramática, no se encuentran sorpresas. Se han repetido a sí mismas las ciento noventa y nueve veces que se representan; las trescientas treinta y tres veces que se nombran, inmutables. Detrás de ellas no existe un eco, ni una huella, ni un vestigio… ¿de quién estoy hablando?”

Sara Palau en
Un libro imaginario
(2009-2010)

lunes, 14 de abril de 2008

Confesiones desde el exceso


Por Vania Vargas

Es una relación peligrosa, por constante, compulsiva, reincidente. Llega un punto en que descarna. Transforma. Si te atrapa, dejás de ser quien sos y empezás a buscarte, a reconocerte.
La mirada se aguza. Aprendés a poner atención y a descubrir -con solo levantar los brazos a contraluz- los hilos que manejan a la gente, los que te manejan. Aprendés a señalarlos, a poner resistencia.
Con el tiempo te das cuenta de que en la cabeza está el narrador omnisciente de tu historia, el que concatena los instantes que van hilando tu vida, el que te convierte en un personaje de ese relato, a veces, intenso, aletargado, triste, desolador, cursi, melodramático, existencial, poético, vulgar o cotidiano que protagonizás todos los días.
Allí también está el tiempo, palpable, flexible, totalmente tuyo. Pronto aprendés a dejar la mirada fija en un punto o a cerrar los ojos para revisitarlo, para sentirlo, para predecirlo.
Las posibilidades de ser y de vivir se multiplican. Así, uno, pequeño, irrelevante, se convierte en muchos, pequeños, irrelevantes que viven otras vidas, o las mismas, pero de diferente manera.
Pronto aprendés a ver tu reflejo en el papel y te das cuenta que sos letras dispersas, palabras, espacios vacíos, silencios. Que tu propio nombre y apellido son once letras, diez, quince, que te sintetizan.
Es allí cuando la vida empieza a convertirse en un constante diálogo interno. Empezás a buscar palabras para los objetos, los impulsos, las sensaciones que recibís. La realidad empieza a quemarte la cabeza. Tenés que digerirla, masticarla, expulsarla, deshacerte de ella, devolverla burlada, destruida o reinventada.
Entonces viene el aislamiento, los dolores de espalda, los ojos irritados, y a veces, el mal humor o la sensación de estreñimiento mental, previos a la gran liberación. Se puede volver bastante místico el asunto, o lúdico, siempre tiene que ver el estado de ánimo.
Yo he cargado con eso buena parte de la vida. Es casi una adicción. Dicen que es hereditaria. Mi madre la practicaba cuando yo era un embrión, no digamos mi padre, o mi tío. No hay que tenerle miedo. Mi abuelo no puede vivir sin ella y va a cumplir 92.
Así es el asunto. Hoy soy lo que leo. Escribo lo que vivo, digo lo que interpreto, narro lo que deseo, invento. Así es la Literatura.

jueves, 10 de abril de 2008

El lado oscuro de la literatura


Por Felipe Bagur

Nadie que guste de la experiencia de la literatura jamás olvidaría la primera vez que tuvo contacto con ella, aquel momento en donde las letras fueron un anzuelo para engancharse y no soltarse nunca más. Nadie podrá olvidar a sus ejemplos, esos modelos con quienes aprendió a leer.
Todos los que se deleitan con la lectura han quedado ahí clavados gustosamente, disfrutando de la variedad de mundos, emociones, pensamientos, acciones, etcétera que los escritores crean en sus obras.
Ninguno de nosotros olvidará la carnada con la que empezamos a comer y que ahora devoramos sin parar, tratando de no encontrar el antídoto, como seres adictos a esas manchas de diversos colores en las hojas de los libros. Realmente no se puede, es casi imposible lograr el olvido del cuento, el relato, la leyenda, la novela, el cómic y otros más que nos inició a todo esto. No podemos borrar aquellos maestros (pocos y contados con los dedos mutilados), padre, madre, abuelo, tío o familiar o amigo que nos mostró del esplendor de la literatura.
Pero también hay un lado oscuro, tétrico en toda esta cursilería y que es difícil de aniquilar de la memoria: “el encuentro con la literatura basura”. La persona que se enfrenta a ese tipo de obras seudoliterarias puede presentar efectos secundarios muy graves, daños serios e irreversibles.
He visto casos de personas, que después de comer un bocado de ese tipo de carnada, queda extasiada y presenta grados graves de gula sin control, dedicándose a la compra sin fin de los grandes exponentes de estas series: Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Paulo Coelho, Og Mandino o Stephen Covey.
En otros casos, los contaminados se dedican a ser zombis, recomendado este tipo de literatura para que los demás empiecen a vaciar su cerebro y continúe esparciendo la infección por todos los lugares. He visto situaciones de enfermos que al comer esto obligan a sus estudiantes a compartir y a leer estas obras en los cursos de literatura, logrando únicamente la propagación más rápida.
Un grupo selecto, después de leer empiezan a planificar sádicamente su suicido literario queriendo ser igual que sus maestros. Escriben malos cuentos o intentos de novelas motivacionales. Existen quienes principian a supurar de los poros poemas con versos con rimas rebuscadas que dejan de tener algún sentido estético y empiezan a sonar como bocinas de autobús.
Los últimos, unos pocos, los sobrevivientes, intentan seguir adelante, viviendo con las tremendas cicatrices dejadas al haber tenido contacto con estos seres seudoliterarios. Yo soy testigo de tales estragos, estuve delante de “La fuerza de Sheccid” y “Verónica decide morir”, pero soporté su tortura de aquellas letras planificas y sobreviví gracias a las lecturas que hice de Dostoievski, Bukowski, Sábato, Cortázar y otros grandes. Todavía tengo algunos rezagos de aquel enfrentamiento, a veces despierto por las noches como si tuviera pesadillas y veo aquellas letras negras de gran dimensión por todos lados hablándome de la fe y la moral, pero inmediatamente tomo a Chejov entre mis brazos y espanto a esos demonios creadores de bestsellers, y logro conciliar el sueño tranquilamente.

lunes, 7 de abril de 2008

Sopa de palabras


Por Gabriel Rodríguez

En algún lugar del papel salpicado de tinta, de cuyo color y palabras no quiero acordarme -como alguien que antes no quiso hacerlo con cierto lugar-, dejé tirado mi ombligo literario. El cordón umbilical que no desaparece del todo, entre aquellas lecturas que nos sacuden, recomponen y se agregan a la sopa de palabras que llevamos dentro.

Y estoy en un cuarto (no en el “Cuartito”), haciendo más largo el río de palabras, el rastro de tinta, pensando que el cuarto mes del año es un doble aniversario. Tanto para esta variante del latín en la que escribo, como para El Manco de Lepanto. Más conocido éste por sus rastros de tinta en el papel que por los de su sangre en el campo de batalla. Por tal camino de tinta hizo deambular al Caballero de la Triste Figura...

Y deambulo por estas líneas acompañado de un poco de ese brebaje literario llamado café. Es que hay que inyectarle cafeína –a veces lo hago, lo cual es un hecho totalmente aleatorio-, no solo tinta, a la hoja en blanco, le quita algo de su estimulante pero muchas veces abrumadora palidez. Tanto, que a veces es cadavérica.

Hay algo quijotesco en todo esto, valga la redundancia de lo cervantino de este mes. Salgo a las planicies de páginas impresas e incluso manuscritas. Y por qué no, al espacio exterior e interior de la página en blanco. Sí, salgo para buscar palabras; no importa que sean de voces, de sonidos o de espacios y silencios. Sólo palabras. Si están vivas, pues qué bien, las interiorizo, las devoro; si las escribió mi propia mano, las recorro y las retrabajo, o las paso por la planta de reciclaje. No obstante, si están muertas no importa. Consulto obituarios, voy a exhumarlas al cementerio, a la fosa común, al vertedero; donde quiera que pueda olerlas. La ventaja es que se descomponen mucho más lentamente que un cuerpo. Podría decir que tienen un período de vencimiento más prolongado.

Me veo obligado a la necrofagia. Alimenta esta pluma cuando deja su rastro de tinta, hacia algún lugar del que no está del todo conciente. Y si, como sucede a veces, estas palabras muertas no crean universos, si no me muestran universos… desgarro y desmenuzo el papel, esa planicie ondulante; o bien, lo hago pira funeraria. Y con confianza, estas líneas están preparadas para que ustedes las sacrifiquen en la intersección de un semáforo, o las dejen vagar por los mundos desconocidos llevan afuera y adentro… y les condimenten y calienten el caldito. Que tengan buen provecho.

viernes, 4 de abril de 2008

Palabras solo palabras


Por José Gerardo Muñoz Barrios

Hace algún tiempo tuve una típica conversación que comienza de forma absurda y termina en temas como la posibilidad de que las primeras horas de la madrugada puedan ayudar a conseguir la trascendencia del espíritu, y como una cosa lleva a la otra, llegamos al punto en que el lenguaje tiene mucho que ver respecto al crecimiento o encogimiento espiritual del individuo, aspecto que se vio reforzado por la percepción de que nuestras palabras poco a poco fueron perdiendo su lógica a tal punto que ya no las escuchábamos sino que las leíamos en una hermosa letra caligráfica sobre una hoja hecha por las vibraciones del sonido: "Las palabras castran y mutilan ideas, el lenguaje apenas si alcanza para describir lo sentimientos, las emociones, la verdad. ¿En qué momento los seres humanos decidimos ser tan sofisticados y soberbios olvidando el universal gruñido, por sutilezas como la diferencia entre sólo y solo?"... (último jalón al ducado).. "si el hombre sigue comunicándose artificialmente se convertirá en el ser más insensible, pedante y estúpido sobre la faz de la tierra". Y las palabras siguieron fluyendo como la inhalación de un cigarrillo sin canuto, directo hacia el paraje en que la mente no tenía retorno, hasta el punto en que daba miedo la carraspera en la garganta y ya nada importaba porque la sangre temblaba frente al peso de las obligaciones que recordaban que se vive y que quien no se mueve no come, no fuma, no chupa y sobre todo no siente. Otra bocanada de ideas, los efectos de la madrugada siguieron mitigando la insatisfacción: "Por qué no reducir nuestro lenguaje, tal como lo hizo en algún momento de la historia un pueblo, no recuerdo cuál (tal vez era el pueblo original), a un simple, llano y bello "inje-inje"; que hermoso sería volver a ese estado de semi-dioses, donde el hombre conocía tan bien su propio espíritu y el del prójimo que sólo necesitaba modular su inje-inje para decir cosas hermosas como Amor-Dios, padre-madre, hombre-mujer (uniendo así palabras que jamás debieron de haber sido separadas). Estoy seguro que en esa época no podían existir las mentiras ni las hipocresías, ni los odios ni resentimientos, ni las conferencias jurídicas ni literarias, en ese tiempo no importaba la ausencia de palabras como átomo, gluón, quark, blóson, nalga (bueno, creo que esa palabra si era extrañada especialmente por los hombres), porque el lenguaje se manejaba a nivel del alma, y el ser humano era el medio por el cuál el bing bang emitía su melodía más hermosa: la vida".

Después de una tremenda goma moral, del recuento de daños en el bolsillo, raspones en los pómulos, codos y rodillas, provocados por el exceso de ideas nocturnas y de tan peculiar conversación, he comprendido que los seres humanos nos hemos desviado tanto del verdadero poder de la palabra que diariamente tratamos de diluir su fuerza con más palabras y recovecos (lingüísticos, gramaticales, etc.), olvidando que hacer más complicado el lenguaje no significa convertirlo en algo más bello o definitivo, prueba de ello es que cuando se escribió el Ramayana no existían tantas palabras como ahora, los haikus japoneses son formas de expresión muy cortas con un significado infinito; o incluso no es necesario hacer uso de muchas palabras para resolver asuntos trascendentales como cuando una mujer con el más tierno y dulce beso en la frente dice "te quiero sólo como mi amigo …" o la simple mirada angustiada de cuando el pan con pollo cayó como bomba en medio de una reunión solemne.

Las palabras complicadas no mejoran la realidad de sus locutores, sino al revés, lo alejan más y más con cada sílaba del resto de los seres humanos, porque el exceso de palabras no es sinónimo de sensibilidad humana. Quien complica el lenguaje es una persona que se considera minoría superior, postura absurda, porque quien no se hace comprender por los demás es menos que animal ya que ha perdido la capacidad de comunicarse y relacionarse con el prójimo.

La forma estética de las palabras es importante no lo niego ni me contradigo con esto, de lo contrario negaría la belleza de los poemas, de las letras de las canciones, etc., sin embargo, considero que lo que debe predominar es el fondo de lo que se quiere decir, la palabra debe volver a su estado original, es decir, ser un enlace entre lo que queremos, pensamos y hacemos, sin trampas ni atajos en su forma más simple y universal hasta llegar nuevamente al estado divino del "inje-inje".
"En el principio era el verbo,
y el Verbo era con Dios,
y el Verbo era Dios"
Juan 1, 1

Sobre la hipocresía en la forma de hablar: http://www.eluniversal.com.mx/graficos/confabulario/junio-15-07.htm