miércoles, 5 de marzo de 2008

Emily Dickinson: “La naturaleza es una casa encantada”


Por Carmen Lucía Alvarado

Deslumbrarse por cada segundo con vida, encontrar la raíz de todo en el todo que rodea constantemente, concebir la vida como el don más grato de la existencia.
Emily Dickinson descubrió a la poesía en lo simple, en lo que a los ojos de cualquiera era tan sencillo y plano. Encontró en sus poemas la admiración y la grandeza, bajo los colores más cálidos de una tarde de verano: una inagotable cadena de intuiciones que la lleva más allá de la superficie de la experiencia, capturando las palabras como pequeñas cápsulas de emoción.
Amhrest, Massachussets, el lugar de su nacimiento, y en donde vivió (1830-1886), fue el escenario que cautivó sus sentidos e ideas, y le dio forma a lo que sería su poesía.
Dickinson manejó la naturaleza de una forma personal y arraigada. No como un ente superior sino como algo a lo que pertenecía, y que de hecho se manifestaba en ella, como ella se manifestaba en la naturaleza. Es decir, existía un manejo de pertenencia del cual surgía la sutileza y el asombro capaces de concebir el arte. La poesía, entonces, toma la forma del viento, se zambulle en el ambiente y lo delinea: el invierno deja helados a los poemas; el verano, llenos de luces; la primavera, de colores, el otoño, con las palabras arrastradas por el viento de los sentidos.
Los vecinos de Emily Dickinson seguramente se levantaban por las mañanas y veían por la ventana exactamente lo que los ojos de Emily acariciaban: “Esta es la época en que vuelven las aves/ Unas pocas tan sólo –una o dos-/ Y miran el pasado”.
Y no es que el espacio sea distinto, es que lo poético es capaz de transformar espacios internos, es capaz de manejarse fuera de los ojos del poeta y encontrarse con lo sublime hasta adquirir una concepción poética del espacio, una realidad que captura la emoción y la convierte en un paisaje completo, pues no carece de poesía.
La muerte también anda entre los arbustos del jardín, entre el ocaso más naranja reflejado en el rostro. La muerte también susurra con el viento y ve a la mariposa dejar su capullo. Inevitablemente un misterio envuelve las ideas cuando la muerte está del otro lado. Y es con los colores, con la emoción y la belleza que el misterio de la muerte se va reflejando: “¡Oh muerte, abre las puertas!/ Van a entrar los rebaños fatigados/ cuyos balidos ya no se repiten, / los que ya su canto terminaron”.
La muerte se aparecía a veces como un fin invariable cruel e indeseable; pero de pronto era la bienvenida a una inmortalidad persistente, a un deseo incontenible por conocer la eternidad y tratar de percibirla a través de la vida: “La eternidad se compone de ahoras/ No es un tiempo distinto/ Salvo que es Infinito/ Y hay otra latitud”. El alma debe estar entreabierta para recibirla.
Emili Dickinson escribía para aliviar una “parálisis del alma” cuando llamaba su atención “una súbita luz del jardín o un nuevo giro del viento”.
La poesía llega a ser la conexión más directa con la vida y con todas las consecuencias de vivir; llega a ser un personaje y una vivencia a la vez. El paisaje varía de acuerdo con su mirada, y el ambiente se personaliza a través de una sinestesia llena de intensidad de asombro, cautivada por la vida, tras los muros del jardín.


1 comentario:

Anónimo dijo...

C:
Dame el ocaso en una copa,
enumérame los frascos de la mañana,
y dime cuánto hay de rocío...